04 de octubre 2016

Homenaje a José Miguel Varas. Las pantuflas de Stalin

El 23 de Septiembre se cumplieron 5 años de la muerte de José Miguel Varas, connotado periodista y escritor, Premio Nacional de Literatura año 2006. A modo de homenaje, publicamos un fragmento del cuento “Las Pantúflas de Stalin”, perteneciente al libro homónimo del año 1990 recientemente vuelto a aparecer bajo el sello de la Editorial Lom.

 

Las Pantuflas de Stalin (fragmento).

La mujer encargada de atender las necesidades domésticas de Stalin (la llamaremos Viera Pávlovna y la podemos imaginar –nunca hemos visto un retrato suyo– con una cara ancha de campesina, el pelo recogido en un moño, diente de oro y trajesastre negro, recortando en rectas severas sus vastas curvas) hizo la cama del Supremo y dejó, como siempre, las pantuflas bajo el velador.

Eran de color verde, con filigranas doradas y bordados en espiral de color azul y rojo. Terminaban en punta. Babuchas orientales de refinada artesanía que él había traído, seguramente, de su tierra natal georgiana años atrás.

Viera Pávlovna notó que las pantuflas estaban muy gastadas. Las tomó nuevamente y al darlas vuelta y mirarlas de cerca observó con asombro, con cierta inquietud, con franca preocupación, con angustia, que la derecha tenía en la suela un agujero, por donde cabía holgadamente su dedo índice.

Frunció los labios y los pequeños ojos azules en un gesto que el personal de la dacha[1] conocía y temía: Él no podía seguir usando semejantes pantuflas.

Pero, ¿dónde encontrar unas nuevas e iguales?

***

Desde que regresé a Chile, en septiembre de 1988, después de 14 años, 8 meses y 19 días de exilio en Moscú, no pocas personas me conminaron a escribir un libro, un artículo, una crónica; a dar una conferencia, una charla, un informe, una clase sobre la Unión Soviética; a compartir mis experiencias, mis conocimientos, mis luces (¿cuáles?) sobre la perestroika, la Revolución, las contradicciones, Stalin.

No me las doy de sovietólogo. No sé ni pretendo saber más que otros sobre la Unión Soviética, aunque haya pasado allí más tiempo que otros. Parece que a algunos les cuesta creerme, pero es verdad: durante aquel prolongado exilio, tuve mi atención concentrada de manera permanente y obsesiva en Chile. Hasta tal punto que Moscú, el inmenso país, el mundo real del socialismo real, fue en aquel tiempo un entorno que percibí de manera algo distraída, en un état second, como dice Eduardo Labarca (y los franceses).

Por lo tanto, mi percepción del último decenio de Brezhnev, de los períodos absurdamente breves de Andropov y Chernenko y de los primeros tres años de Gorbachov, fue cualquier cosa, menos científica. No estuvo acompañada de un esfuerzo de información e interpretación. Pero existió de algún modo. Están los largos años vividos, aquellos rostros, la cola del vodka y la cola de las botellas vacías; los lentos crepúsculos del verano y las ráfagas atroces del invierno esperando el autobús; la bábushka[2] sentada a la puerta en un banco verde de palo con botas de fieltro y el pañuelo de color cáscara de papa amarrado a la cabeza; el curadito del edificio a quien le regalé mi abrigo viejo; el olor a repollo hervido de la escalera y el olor de los pepinos salados (que me hace llorar a gritos).

Entonces, siento que debo ceder a la exigencia, que es también mía, una picazón de conciencia. Escribo sobre lo que he visto y oído. No me voy de tesis, no teorizo. Intentaré contar simplemente cómo sentí la presencia de Stalin y del stalinismo en el recuerdo de la gente soviética con la que tuve una relación cercana.

Cuando llegamos a Moscú en 1974, mi familia y yo, a 20 años del XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética y de las revelaciones posteriores, que no escasearon durante el «deshielo» de Nikita Jruschov, eran pocos los que recordaban o los que querían recordar aquellos crímenes horrendos. Predominaba más bien un recuerdo admirativo y nostálgico de Stalin, a veces no exento de un escalofrío de temor.

En los cines, la gente aplaudía cuando aparecía Stalin, y aparecía con frecuencia en los numerosos filmes dedicados al período de la guerra. Lo personificaba, generalmente, un actor georgiano que se esmeraba en cultivar su parecido con él, en imitar sus movimientos, sus gestos, su voz. Lo veíamos paseándose y fumando su pipa con extrema lentitud, vistiendo su guerrera blanca de mariscal y diciendo con pesado acento georgiano: «Yo no cambio a un mariscal por un soldado». Según la crónica histórica, o la leyenda, esa fue su respuesta cuando un emisario le transmitió la proposición de los alemanes de canjear al mariscal von Paulus, prisionero de los soviéticos desde Stalingrado, por el hijo menor de Stalin, prisionero en un campo de concentración nazi. El episodio aparece, si mal no recuerdo, en la película Liberación de Serguei Bondarchuk.

Los jóvenes choferes de los autobuses solían tener el retrato del «Bigote» en un lugar prominente de la cabina. En algunos mercados se vendían, un poco bajo cuerda y sumamente caras, fotografías suyas muy retocadas, reproducciones de reproducciones de viejas revistas.

Había viejos y viejas que sostenían que «en tiempos de Stalin había de todo», incluso caviar a granel en los comedores de las fábricas… «en las tiendas se podía comprar buenos abrigos de piel… y las colas eran más cortas». En general, eran recuerdos de los años 30, de poco antes de la guerra. Y mezclados con ellos los eternos temas del todo-tiempo-pasado-fue-mejor: «el aire era más puro», «el agua era más pura», «los jóvenes eran más respetuosos», «las mujeres no usaban pantalones ni se pintaban», «los hongos del bosque eran más grandes», etc.

Gradualmente, me fui formando una imagen de Stalin y su época. Sobre todo me ayudaron a construirla mis largas conversaciones con José Griguliévich y con Liubov, una bella y alta rusa de rostro oval muy blanco y ojos sonrientes color humo, que alguna vez nos hizo clases de ruso a mi esposa y a mí y que se convirtió, más que en amiga, en parte de nuestra familia.

Liubov, para mis hijas «la tía Liuba», tiene eso que en Chile llaman «porte aristocrático». Proviene de una familia campesina, nació en una aldea, pasó descalza buena parte de los veranos de su infancia y antes que a leer aprendió a ordeñar las vacas y a cortar el pasto con guadaña. Cuando llegó a Moscú en 1932, con 15 años de edad, los autos le producían pavor.

–Es que en nuestra aldea prácticamente no se conocían. Tampoco conocíamos el té, ni el queso. Cuando los probé por primera vez, los encontré horribles. En cambio, me deleitaban los helados, que en aquel tiempo comenzaron a venderse por primera vez masivamente en Moscú y que nuestra propaganda presentaba como prueba de nuestra superioridad sobre el capitalismo. En la aldea sólo bebíamos leche y, a veces, infusiones de hierbas. En el verano tomábamos kvas[3]. Los hombres bebían vodka destilada en casa o vino de miel, que es una vieja bebida de la vieja Rusia. La base de la alimentación eran los productos lácteos, el kefir[4] , el requesón, la crema ácida. Y algunos vegetales: repollo, betarraga, zanahoria, papas, pepinos. De vez en cuando, carne.

Liubov piensa que la Revolución llegó hasta las profundidades de la tierra rusa como cambio social, dramáticamente, pero en los primeros tiempos las costumbres cambiaron poco. La modernización de la vida sólo llegó con la industrialización, a partir de 1928.

–Para mí, llegar a Moscú no fue sólo un deslumbramiento, sino una sucesión de muchos deslumbramientos imposibles de describir. Sentí, y lo mismo sentían al mismo tiempo millones de personas, que se me abrían de golpe mil ojos, fantásticas perspectivas, nuevas experiencias, nuevos sabores, la posibilidad de una vida plena, embriagadora, burbujeante como la champaña, que en aquel tiempo bebieron por primera vez nuestros obreros y campesinos. Un solo día estaba más cargado de acontecimientos que años enteros. Era el tiempo de los primeros planes quinquenales, de las noticias maravillosas –me comentaba Liubov.

Tal vez no ha ocurrido muchas veces en la historia de la Humanidad que tantos millones de seres humanos vivieran simultáneamente la experiencia histórica de una liberación social e individual y de compartir una inmensa tarea colectiva. «El futuro luminoso» del comunismo, del que hablaban todos los discursos, se sentía como una realidad a corto plazo.

Cuenta Liubov que por las noches los jóvenes no querían dormir:

–Sentíamos que era perder el tiempo. Queríamos estar en todos los mítines, en todas las reuniones, en todos los conciertos. Estábamos enamorados de la estadística, de las cifras prodigiosas que aparecían todos los días en la primera página de Pravda (diario del Partido Comunista) marcando los récords de producción que caían, los pasos de gigante hacia el progreso. La primera ampolleta eléctrica en la aldea, el primer automóvil, el primer avión… nos hacían llorar. En Occidente se reían o se ríen de la historia del muchacho enamorado del tractor, una caricatura de algunos filmes de aquel tiempo. No entienden lo que fueron esos años 30, que vivimos como la experiencia más bella de nuestras vidas y que nunca se borrarán del recuerdo, aunque hoy sabemos que al mismo tiempo se cometían crímenes atroces e íbamos corriendo ciegamente hacia la guerra más terrible.

Liubov señala que aquello era la juventud personal de cada cual, unida a la juventud del país entero, que en su torrente rejuvenecía también a los viejos. «El comunismo, la juventud del mundo» era una consigna de los años 30. Los martillos y las máquinas entonando el gran himno colectivo de la vida nueva y de las grandes esperanzas. «El mañana que canta», escribió el francés Gabriel Péri. El entusiasmo. Esta sensación, este impulso del alma, no era algo exclusivo de los jóvenes, ni de los comunistas. En aquel decenio, 1928 a 1938, el período de los primeros planes quinquenales, en el que la Unión Soviética realizó la proeza de la industrialización –un proceso que tomó un siglo o más en Inglaterra, Alemania o Francia–, decenas de millones de soviéticos se incorporaron a la actividad productiva moderna y a la vida política y social. Tal vez no a la política en el sentido de un conocimiento crítico y de la participación en debates nacionales. Sí en cuanto a tomar contacto por primera vez con las majestuosas y nobles ideas del socialismo; en cuanto a la sensación de ser parte de un grandioso movimiento que estaba transformando la sociedad en el ancho país y en el mundo entero.

Y todo eso se resumía, se simbolizaba, se personificaba en Stalin, capitán, conductor, suma de toda la sabiduría, padre del pueblo.

***

¿Dónde encontrar unas pantuflas nuevas iguales a las viejas?

Viera Pávlovna se puso en campaña con la determinación que la caracterizaba. Habló primero con el secretario de Stalin, después con el mayordomo de la dacha y con un compañero funcionario del Comité Central que atendía los asuntos administrativos. Como ninguno le dio la respuesta vivaz que esperaba, se atrevió a plantearle la cuestión a Beria[5].

Éste sí que la tomó en serio. Dio orden a su gente de recorrer las zapaterías, las tiendas y los talleres de Moscú en busca de un par de pantuflas idénticas a las del Supremo, para lo cual hubo que tomarles fotografías –no era posible retirarlas de debajo del velador donde debían estar siempre hasta que se las pusiera su dueño– y distribuir copias de ellas al equipo encargado de la búsqueda. El jefe responsable de la operación, un coronel, pudo entrar brevemente, en un estado de aturdimiento y de recogimiento especial, al dormitorio de Stalin, donde se le permitió contemplar las pantuflas por espacio de cinco minutos, sin tocarlas, bajo la estricta vigilancia de Viera Pávlovna.

Los resultados fueron negativos.

Tres días más tarde, después de recorrer largamente las calles desiertas de Moscú en tres automóviles negros marca ZIS (Zavod ímeni Stálina, es decir, Fábrica Stalin), los investigadores regresaron derrotados. No existían en Moscú semejantes pantuflas. Lo más cercano eran unas zapatillas procedentes de Mongolia, redondas, en rojo y dorado, con suela de fieltro. Procedieron a entregarlas, pero Viera Pávlovna las rechazó con desprecio. Con las orejas coloradas y en posición de firmes tuvieron que escuchar una reprimenda de Beria que consistía en una retahíla de palabras soeces.

La solución se logró tres semanas después, cuando otro coronel de la NKVD (policía secreta) viajó personalmente, por avión, desde Tbilisi, llevando en el portadocumentos que apretaba contra su pecho, cuidadosamente envueltas en papel de seda, un par de pantuflas idénticas a las desgastadas, que habían sido hechas especialmente para Stalin por uno de los más ancianos y bigotudos artesanos de Georgia.

Con un suspiro de profunda satisfacción, Viera Pávlovna puso las nuevas pantuflas asomadas bajo el velador. ¡Cómo brillaban los hilos de oro!

Después tomó las viejas y las arrojó a la basura.

No sabía lo que le esperaba.

***

Liubov se casó en junio de 1941. En julio su marido, teniente del ejército de 22 años, partió a la guerra. Un mes más tarde ella recibió la noticia de su muerte.

Esta mujer, joven y bella, sólo estuvo casada 30 días. No volvió a casarse en su vida. Por falta de ocasión. Por falta de hombres. En su generación murió, es su cálculo, el 60 o 70 por ciento de los varones entre los 20 y los 30 años de edad. En 1941 sintió que se le acababa de golpe la juventud. Hasta entonces, todo había sido alegría, esperanza, luz. Después, todo fue dolor. Retrospectivamente brillan aún más aquellos tiempos gloriosos de los años 30.

Pasó los primeros años de la guerra en la lejana región del Volga, atendiendo como educadora a varias decenas de niños españoles, evacuados de España a causa de la guerra civil; evacuados de nuevo desde Moscú a causa de la guerra grande. Con esos niños y algún diccionario aprendió castellano. Cuando regresó a Moscú con su madre gravemente enferma, en un viaje en tren de catorce días, Liubov pesaba 47 kilos. Su estatura es de un metro setenta y cinco.

–Pero Liuba, usted y la gente como usted, ¿no supieron en aquellos años, a partir de 1937 especialmente, de los crímenes de Stalin? ¿De las espantosas represiones? ¿De la degollina de oficiales del Ejército Rojo en vísperas de la guerra? ¿De las deportaciones masivas de los tártaros de Crimea, de los alemanes del Volga, de los turcos meshketos?

–No. Yo diría en general que no. Había rumores, pero los rechazábamos. Algunas personas desaparecían. Se decía que tales o cuales habían sido detenidos. Pero parece que nos negábamos a saber de todo eso y a pensar por nuestra propia cuenta. O, si lo sabíamos, creíamos que habían conspirado, que habían urdido crímenes contra el Estado socialista, que algo malo habían hecho. El asesinato de Kírov produjo una indignación tremenda. Era el más brillante, el más querido de los dirigentes del Partido. Parecía el sucesor natural. El pueblo lo amaba. La indignación, naturalmente, se volcó contra los monstruos que lo asesinaron, esos monstruos que habían nacido entre nosotros pero que eran alimentados desde el extranjero. ¿Quién podía dudar por un instante siquiera de Stalin? Muy pocos. Y los que dudaban de lo que se decía no osaban abrir la boca. Por eso, en el XX Congreso, las revelaciones de Jruschov fueron como un cataclismo para nosotros. También para mí, ciertamente. Sólo muy gradualmente hemos llegado a aceptar las espantosas verdades.

–Y algunos todavía no las aceptan.

–Es cierto. Todavía se encuentra gente que no quiere creer o que dice que eso no debió revelarse nunca porque mancha la imagen del socialismo. Porque aquel monstruo de crueldad fue nuestro jefe máximo, nuestro jefe amado, nuestro máximo líder durante treinta años. Y porque le debemos gran parte de lo que es nuestro país, de lo que somos. Y por su papel en la guerra. En fin, no es hoy mi opinión. Pero así hablan algunos, y no son pocos.

Parece que el XX Congreso y el «deshielo» jruschoviano sólo entreabrieron una puerta hacia el conocimiento del stalinismo en toda su magnitud. Bajo Brezhnev, gradualmente, aquella puerta se cerró. Stalin fue en cierta medida rehabilitado, aunque con reparos, por sus «violaciones de la legalidad socialista» y «deformaciones». La palabra crímenes no se usaba. En los aniversarios de su nacimiento se publicaban artículos oficiales en un lenguaje extremadamente cuidadoso, que equilibraban sus méritos con sus «errores». Predominaban los primeros. La gran parte de las culpas recaía sobre Beria, aunque ya no se insistía, como en tiempos de Jruschov, en que había sido un agente del servicio de inteligencia inglés.

Joaquín Gutiérrez, que fue corresponsal de El Siglo en Moscú en tiempos de Jruschov, tenía en su departamento la voluminosa Enciclopedia Soviética. Inmediatamente después de la defenestración de Beria –que fue destituido, detenido, juzgado y ejecutado en tiempo récord– recibió una comunicación del Comité Editorial de la Enciclopedia, en la cual se le indicaba que debía cortar y retirar las páginas números tal y cual de uno de los volúmenes, correspondiente a la letra B. Las dos páginas cortadas, donde aparecía una extensa biografía de Lavrenti Beria, con el relato de sus grandes méritos en el fortalecimiento del Estado proletario, debían ser remitidas sin falta y sin demora a la dirección del Comité Editorial. En su reemplazo, el suscriptor debía pegar cuidadosamente las dos páginas adjuntas. En ellas se incluía, entre otros materiales de carácter científico, un largo artículo sobre el berilo.

Nótese que este procedimiento, ya empleado más de una vez en la era de Stalin, seguía utilizándose bajo Jruschov y parece que se usó con menor frecuencia en tiempos de Brezhnev. Lo raro –y lo terrible– es que no causaba extrañeza ni despertaba resistencia. Los suscriptores de la Enciclopedia cumplían dócilmente las instrucciones, sin hacer comentarios. Como Gutiérrez no las cumplió, recibió nuevas cartas en tono conminatorio y por último, la visita de una comisión de dos funcionarios de la Enciclopedia, que se mostraron más estupefactos que furiosos ante su tajante negativa a reemplazar a Beria por el berilo y a devolver las páginas interdictas.

De estos grandes amigos, compadres y compinches, Stalin y Beria, me contó muchas cosas mi amigo José Griguliévich (QEPD), conocido también como lósif Lavretski, miembro correspondiente de la Academia de Ciencias de la URSS, autor de documentados estudios sobre la Inquisición, los papas y la participación de la Iglesia Católica en los procesos de liberación de América Latina; autor asimismo de biografías de Pancho Villa, Simón Bolívar, Che Guevara, Salvador Allende, Francisco de Miranda, Benito Juárez y otros latinoamericanos ilustres.

Griguliévich conocía a dos o tres personas que habían tenido contacto directo con Stalin durante períodos más o menos prolongados. Me contó muchas cosas interesantes y también una serie de anécdotas tragicómicas, que tal vez redondeaba un poco. Lo considero una fuente privilegiada sobre lo que podríamos llamar el stalinismo de cada día o, si se quiere, en pantuflas.

En el poema «Que despierte el leñador», Neruda escribió:

En tres habitaciones
del viejo Kremlin
habita un hombre
llamado José Stalin.
Tarde se apaga
la luz de su cuarto.

Parece ser que Stalin no residía habitualmente en el Kremlin, salvo circunstancias excepcionales. Prefería la dacha de Kuntsievo, a unos veinte kilómetros del centro de Moscú. Pero efectivamente, la luz de su cuarto se apagaba tarde. O más bien, muy temprano. En verdad, vivía de noche. Se acostaba cada día alrededor de las 6 de la mañana, después de leer el ejemplar del diario Pravda, que un sargento motociclista le llevaba directamente desde la imprenta. Dormía seis o siete horas. Se levantaba a mediodía. Almorzaba a eso de las dos de la tarde e iniciaba su trabajo a las tres. Atendía metódicamente una inmensa cantidad de asuntos y adoptaba decisiones sobre las más diversas materias porque todo, prácticamente, entraba en su competencia: desde las cuestiones políticas nacionales e internacionales de mayor trascendencia, pasando por el manejo del Partido, la economía, la ideología y las Fuerzas Armadas, hasta las películas que podían exhibirse o no en los 250.000 cines del país.

Su jornada continuaba, con múltiples audiencias, reuniones, informes y consultas, hasta la madrugada. Este estilo de trabajo, producto de un hábito personal muy arraigado (tal vez venía de sus años juveniles de trabajo clandestino), se transmitió,

por efecto del culto que se le rendía y del sistema de poder unipersonal establecido, al país entero. No sólo trasnochaban con él su secretario, su chofer, sus guardias de seguridad y sus colaboradores más cercanos. Lo hacían también los ministros, los viceministros y el personal auxiliar de unos y otros; los generales y mariscales de los Estados mayores; los almirantes de la Flota; los miembros del Buró político y buena parte de los integrantes y funcionarios del Comité Central; los directores de las principales empresas; las autoridades de las repúblicas, etc., etc.

Todos tenían que estar disponibles, por si el Supremo decidía convocarlos a cualquier hora de la tarde o de la noche para requerir un informe, una explicación técnica o la asistencia a una reunión. En los edificios ministeriales reinaba durante la primera mitad del día un clima soñoliento. La actividad real comenzaba después de las tres de la tarde, cuando habitualmente llegaban a sus despachos los ministros, los viceministros y los jefes.

Evidentemente, no todo el personal se quedaba la noche entera. Existía un sistema de turnos y en cada servicio, habitaciones discretas, con catres de campaña y mantas para los que pernoctaban. Los que velaban obligatoriamente, montando guardia junto a los teléfonos, bebían innumerables vasos de té y jugaban ajedrez.

–El esplendor del ajedrez soviético le debe mucho a Stalin –me decía Griguliévich–, ya que nunca tantos jugaron ajedrez tan a menudo y durante tantas horas seguidas…

Generalmente, la noche pasaba sin sobresaltos para la mayoría. Pero en algún momento, a las 2, o a las 3, o a las 4 de la madrugada, alguien era llamado al Kremlin o debía responder alguna consulta de Stalin por teléfono. Todos debían estar preparados para ese momento, que podía llegar dos veces en una semana o una sola vez en la vida.

O nunca.

 

[1] Dacha: casa de campo

[2] Bábushka es, literalmente, abuelita. Se aplica a cualquier mujer de edad avanzada

[3] Kvas: bebida fermentada a base de pan negro remojado en agua, a la que se agregan levadura y algunas hierbas aromáticas.

[4] Kefir: un tipo de yoghurt.

[5] Beria, Lavrenti: dirigente del Partido Comunista de la Unión Soviética y Jefe de la NKVD, policía secreta, bajo Stalin.

(1928-2011) Escritor, periodista y locutor. Fue premio nacional de literatura el año 2006.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *