09 de octubre 2015

LOM, tentar los límites para ensanchar el mundo de los lectores

Una celebración desde Argentina.

 

Desde cierta perspectiva, una editorial es una empresa que se dedica a la publicación de libros, revistas, periódicos o discos. Sin embargo, el gran editor argentino José Luis Mangieri –a quien debemos La Rosa Blindada y Libros de Tierra Firme, entre otros sellos, y cientos de títulos que nadie más que él se atrevió a publicar–, solía decir que cuando al sustantivo “editorial” se lo convertía en adjetivo anteponiéndole la palabra “empresa”, el concepto cambiaba por completo y la finalidad altruista que para él implicaba editar libros tendía a borrarse. ¿Por qué? Porque ya no se perseguía el bien de los demás de manera desinteresada y, en cierta forma, se dejaba de realizar una labor social. El objetivo era inmediatamente otro.

Tal vez la visión de Mangieri fuera extremadamente romántica y se corresponda a un tiempo en que el mundo giraba a otra velocidad. Con todo, no fue el único en tratar de establecer una relación entre la publicación de libros con fines altruistas y lograr, al mismo tiempo, la subsistencia de un sello con las circunstancias que implica existir en un mercado y resistir los embates de la economía. Alguna vez el Fondo de Cultura Económica fue eso en México y el Centro Editor de América Latina hizo otro tanto en la Argentina. Se trataba de empresas editoriales gigantescas cuya razón de ser eran los lectores y su educación, y en las cuales el lucro no era una meta, sino apenas una contingencia.

El FCE, una institución fundada en 1934 por Daniel Cosio Villegas, sostenida parcialmente por el Estado mexicano, malas administraciones mediante, hoy perdió el sentido y el brillo que supieron darle sus antiguos directores y sobrevive como una de las tantas instancias burocráticas de ese país.

El CEAL, creado en 1966 por Boris Spivacow, existió hasta 1995, resistiendo los muchos embates de las diversas dictaduras argentinas –incluida la censura, la incautación y quema de libros–, pero terminó como víctima de la fluctuante economía trasandina.

Por supuesto que las editoriales mencionadas no son las únicas, pero quizás sí sean las que mejor simbolizan el esfuerzo asumido en Latinoamérica por dotar a los pueblos de la región de catálogos ejemplares –acaso la razón profunda de ser de esas casas y de toda editorial– que les permitieran a sus lectores un acceso posible a lo mejor del pensamiento y de la imaginación del mundo entero, dotando así a sucesivas generaciones de hispanohablantes de herramientas de juicio, de cambio, de belleza y de consuelo ante las muchas fealdades que la vida nos depara a los seres humanos.

Hace veinticinco años, cuando apenas comenzaban, Paulo Slachevsky y Silvia Aguilera tuvieron el mismo norte. Hoy LOM, con un catálogo vivo que supera holgadamente los mil quinientos títulos, es un magnífico ejemplo de cómo una editorial también puede ser una empresa, sin olvidar su razón de ser.

Ahora bien, que esto ocurra en un país donde el libro continúa siendo un objeto suntuario resulta excepcional. La excepción –como todas las excepciones de este género– se sustenta en una sólida política cultural que, como se sabe, es el andamiaje sobre el que se construye toda idea de cultura. Los LOM (como suele llamárselos en el medio editorial) saben lo que quieren que sea su editorial. No buscan transitar caminos seguros limitándose a hacer libros lindos y caros –que, por otra parte, ya hicieron antes otros–, sino tentar los límites para ensanchar el mundo de los lectores. En consecuencia, dejan que otros hagan los libros que con dinero cualquiera puede hacer, para concentrarse en aquéllos que sirvan para explicar lo que es y lo que no es Chile, lo que ellos querrían que fuera su país y lo que hay que evitar que sea. Y para hacerlo tanto vale un clásico olvidado como un autor nuevo, un punto de vista probado por el tiempo o uno enteramente novedoso –sea éste nacional o foráneo–, la recuperación del pasado remoto o inmediato, la conservación de la memoria para evitar la repetición de errores y plantar una pica en un futuro que reconocemos siempre esquivo, pero no imposible.

Y cierro esta celebración con dos digresiones personales.

La primera tiene que ver con lo que puedo advertir por mi condición de argentino o, mejor aún, de porteño. Siempre he observado con curiosidad hasta qué punto nuestros vecinos chilenos viven preocupados con ellos mismos, considerando que las desgracias les ocurren sólo a ellos, como si pensaran que los Andes son algo más que meras montañas. Y justamente, por desearles lo mejor a mis muchos amigos chilenos y por la ya larga historia compartida, veo con simpatía cualquier esfuerzo que se lleve a cabo para quebrar la autorreferencialidad, el regodeo en la pacatería, el discurso repetido sobre la propia infelicidad –a esta altura, más un rasgo de coquetería que una verdad absoluta–, sobre el encierro, sobre el tan cacareado provincianismo. En los años de amistad con Paulo, Silvia y sus familias no he visto otra cosa que la imperiosa voluntad de romper con ese absurdo aislamiento y con el fatalismo al que éste lleva. La curiosidad ha hecho que los LOM recorran el mundo para comparar experiencias, considerar otras maneras de hacer las cosas, afirmándose en lo que está bien hecho y corrigiendo lo que puede mejorarse. Y esa curiosidad se ha traducido en libros que son una ventana para Chile y los chilenos, y, por qué no, para toda la región. Lo que me lleva a mi segunda digresión, que es de naturaleza mucho más íntima.

Al cabo de muchos libros propios y ajenos, publicados en Argentina, México, España, Francia y Gran Bretaña, me ha tocado tratar con editores de toda laya. En consecuencia, he aprendido que escribir, traducir, editar o corregir un libro son tareas de índole profesional con un valor determinado, que autorizan a ciertos derechos y que conllevan las correspondientes obligaciones. Nunca me ha tocado trabajar en condiciones más justas y claras que con LOM. Y entiendo que no es exclusivamente mi caso. Con esto no quiero decir que estemos siempre de acuerdo. Por supuesto que discutimos, yo con mi impertinente vehemencia argentina; ellos, con su sobresaltado pudor chileno. No obstante, se trata apenas de matices sobre una base común. De hecho, estoy muy orgulloso de saber que a dos horas de avión, del otro lado de los cerros, hay una editorial como LOM. Y lo escribo con verdadera alegría. Su política de puertas abiertas me ha incluido, así como a muchos otros extranjeros que fuimos integrándonos a una familia, que siempre nos hace sentir queridos y en nuestra propia casa. ¿De cuántas editoriales se puede decir lo mismo?

 

 

 

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