25 de enero 2012

Morir o no morir pollo. De visita en la casa de Parra

Al final, lo más increíble de todo es que hayamos ido. Lo más absurdo del asunto. El Nico partía al día siguiente a Paraguay y yo me había acostado tardísimo la noche anterior. ¿Pero él sabe que van?, preguntó mi viejo cuando, a eso de las siete de la mañana, mientras obligaba a un café hirviendo a pasar de todas formas por mi garganta dormida, yo le conté del propósito del viajecito. Pero no, claro que no sabe. ¿Cómo podría saberlo? Por lo demás, si de alguna forma hubiésemos logrado contactarlo para avisarle que recibiría nuestra visita nos habría disuadido diciendo algo así como no me frieguen la cachimba, mocosos lateros, quédense en su casa y mueran pollos. Pero no pudo decirnos nada porque no le avisamos. Así que Nico y yo nos juntamos a las ocho en el metro Universidad Católica y nos fuimos a asumir el fracaso. Porque más o menos lo asumíamos: la posibilidad real de que Nicanor Parra (el famosísimo antipoeta, el gran personaje del Bicentenario, la más genial de las invenciones de nuestra tierra) nos recibiera era mínima, por no decir nula.

Pero de todos modos nos juntamos en el metro y llegamos a la Estación Central para tomar un bus hasta Las Cruces. Al todo o nada. La buena conversa en el camino hizo que casi sin darnos cuenta hubiésemos llegado a destino. Teníamos algunos planes “B”, para aprovechar el pique de algún modo: ir a la casa de Neruda en Isla Negra, por ejemplo, o visitar el memorial de Vicente Huidobro en Cartagena. Como para decir que no fue tiempo perdido; como para que el hueveo al que nos podíamos someter de conocerse nuestro fracaso no fuese tan rudo.

El Nico tenía una amiga que había vivido en la casa de Parra cuando niña. Cuando todavía no era de Parra, claro. Así que ella fue la que por teléfono nos indicó más o menos cómo llegar. Seguimos sus instrucciones al pie de la letra, pero de todos modos tuvimos que preguntarle a un par de lugareños si acaso sabían dónde vivía don Nicanor.

Reconocimos la casa de Parra por las indicaciones de un jardinero: una casa azul de estructura blanca, con dos viejos Volkswagen plomos estacionados afuera. Yo noté que el corazón me estaba latiendo furioso, pero no supe si atribuirlo a la cuesta por la que tuvimos que subir o a la evidente emoción del momento. Ya frente a la casa, el Nico gritó un par de veces aló, aló, hasta que salió una mujer de mediana edad.

– ¿Sí? – preguntó desde la puerta.

– ¡Hola! – dijo el Nico -. Eeeeh… ¿Nicanor Parra estará?

– ¿Y quiénes lo buscan?

Ahí nos miramos. Claro, esa era la pregunta. ¿Quién chucha éramos nosotros?

– Andrés y Nicolás.

Sonaba absurdo, pero eso éramos.

– ¿Y quiénes son ustedes?

– Eeeeh… – dijo el Nico -. Estudiantes. Somos estudiantes y queremos conversar con Nicanor.

– A ver, espérenme un momentito.

Y entró. Y esperamos. Y como a los treinta segundos – qué tensión, Dios mío – salió la misma mujer y nos dijo la palabra de oro, la palabra que nunca creímos de verdad que podríamos escuchar aquella mañana de jueves:

– Pasen.

Y nos miramos y pasamos. Permiso, gracias, permiso, muchas gracias.

– Ahí, por esa puerta, ahí está – nos dijo la mujer.

Y ahí estaba don Nica. Dando vueltas por el living. Mucho más viejo de lo que lo conocíamos por fotos. Pero como tuna. Noventa y seis años y como tuna.

Lo primero que me llamó la atención fue la sencillez de su casa. Yo me había imaginado que sería poco menos que una mansión. Ni cerca. Una casa de playa totalmene normal, aunque no puede negarse que tenía una vista al mar inmejorable, eso sí. Pero ni un lujo. Después me fijé en unas botellas de vino que hacían las veces de floreros. Y había un artefacto visual colgado por ahí, pero simplecito: una de las famosas bandejas blancas que tenía una iglesia dibujada con lápiz de mina. Tal vez no era un artefacto, sino algún proyecto arquitectónico. Con Parra, quién sabe. Pero ahí estábamos. El Nico le dio la mano a Nicanor con una anchísima sonrisa y le dijo algo así como hola Nicanor, soy Nicolás. Pero toda la seca respuesta de Parra fue:

– ¿Cuántos años tienes tú?

– Eeeh… veintinueve.

Y entonces Parra se puso a reclamar, como al aire:

– Oiga, pero me dijeron que eran pingüinos. ¿Cómo es el asunto?

Entonces lo saludé yo, también ensanchando todo lo que podía mi sonrisa. No, no somos pingüino, somos estudiantes universitarios. Parra pareció profundamente desilusionado. Más tarde supimos que tenía una gran admiración por los escolares que llevaron la causa de la revolución pingüina del 2006.

– Bueno, tomen asiento – nos dijo sin ni un ápice de entusiasmo.

Nos sentamos, pensando que eso ya nos instalaba oficialmente. Pero Nicanor se quedó de pie y dijo, con su cuaderno de trabajo en la mano:

– ¿Tienen alguna agenda?

– ¿Cómo? – preguntamos al unísono.

– Esta visita, pues, ¿es con agenda?

– Ah, no, nada de agendas. Queremos conversar nomás.

– Ah, entonces no, sin agenda nada. Yo estoy ocupado ahora. En realidad, estoy trabajando mucho, así que me van a disculpar. Les agradezco que hayan venido a verme. Chao.

Con Nico nos miramos, todavía sentados, pensando cómo mierda lo hacíamos para quedarnos. No movimos ni un músculo hasta que Parra, por esas cosas del destino, quiso preguntar algo más.

– Pero dijeron que eran estudiantes. Qué estudian, pues.

Y entonces Nico tuvo una iluminación divina: confesar.

– Bueno, eh… yo soy estudiante para cura – dijo.

– ¿Cómo? – preguntó Nicanor poniéndose la mano abierta en la oreja.

– Que yo soy estudiante seminarista, estudio para cura.

Esa fue la clave, sin duda, la llave que nos abrió de verdad las puertas de la casa de Parra. Dijo entonces el antipoeta, sonriendo:

– Entonces me siento.

Y se sentó. Y con Nico no pudimos evitar sonreírnos un poco. De todos modos, no teníamos nada asegurado. Pero empezó la conversación.

– ¿Y en qué estás trabajando ahora, Nicanor?

El viejo nos miró y nos mostró su cuaderno.

– Morir pollo. Urge no hacer nada – leyó -. O bien, urge no hacer nada. Morir pollo. Escúchenme una cosa: el que se cree el cuento, se muere. No hay que creerse el cuento. Hay que morir pollo – y con su mano simulaba que corría el cierre invisible de sus labios.

– Morir pollo… – masticamos nosotros.

– Si no fíjense en ése –  y apuntó a una cruz lejana que se veía desde su balcón -: se creyó el cuento y lo mataron. No, no, no, no, no: hay que morir pollo.

– Claro… – dijimos nosotros, complacientes.

– Morir pollo – repetía Parra.

Después, el silencio. Medio incómodo aún.

– Y Andrés – dijo el Nico, como por decir algo – es escritor y trajo un cuento.

– Ah – dijo Parra.

– Es que usted es el protagonista de mi historia – apunté yo, a ver si se entusiasmaba.

Nicanor no pescó mucho lo de mi cuento, pero a raíz de eso contó una historia con un escritor – cuyo nombre no recuerdo – que le había dicho alguna vez “si me lees te leo”. No entendí mucho a qué venía la anécdota, pero desde ahí Parra no paró más. La cosa es que el escritor ése era argentino.

– ¿Ustedes se ubican con los argentinos? Qué se yo, Borges, ésos…

– ¡Claro! – saltamos Nico y yo.

– Bueno, sepan ustedes que a Borges le preguntó una vez un periodista que qué opinaba de la poesía chilena. ¿De qué poesía chilena me está hablando?, preguntó Borges. De Neruda, Huidobro… No sé quién es Neruda, dijo Borges. Y fíjense que ya iba a cerrar la puerta cuando el periodista insistió: ¿Y de Nicanor Parra, qué piensa? Borges preguntó: ¿Nicanor? Ningún poeta puede tener un nombre tan feo. Y cerró la puerta.

Después Parra siguió contando anécdotas de Borges. Una vez una persona había creído reconocerlo en el malecón de Montevideo y le había preguntado: disculpe, ¿es usted Jorge Luis Borges? La respuesta del argentino fue tremenda: a veces, le dijo. En otra ocasión alguien le había dicho en la calle: Jorge Luis, ¿puedo hacerle una pregunta? Y Borges respondió: ya la hizo. Y siguió caminando.

– ¿Ustedes se ubican con Macedonio Fernández? – nos preguntó Nicanor a Nico y a mí.

A mí el nombre me sonaba, pero no me podía acordar de dónde.

– No – confesamos.

Parra nos observó como un viejo de noventa y seis observa a dos pollitos veinteañeros. O sea, como tenía que mirarnos.

– Macedonio Fernández era el maestro de Borges y de muchos otros. Cuando murió, los discípulos se preguntaban qué iban a hacer. Y Borges dijo: vamos a plagiarlo. Vamos plagiarlo para que siga vivo. ¡Y eso fue lo que hizo! Chupalla, ¿ah?

Ahí, recién ahí, me acordé de dónde había visto el nombre de Fernández: en el libro de Parra “Discursos de sobremesa”, que ese mismo día había estado leyendo yo en el metro, antes de encontrarme con Nico.

– Tú citas a Macedonio en el discurso de sobremesa que escribiste por el premio Juan Rulfo, ¿no? – le pregunté.

– Y muchas veces más – me respondió el antipoeta -. Y fíjate que Macedonio Fernández dijo que iba a escribir la última novela mala del siglo XIX y la primera buena del siglo XX…

– ¡Y tú haces lo mismo! – salté yo -. Dijiste en un poema que ibas a escribir el último discurso malo del siglo XX y el primero bueno del XXI.

– Y eso se lo plagié a Macedonio. Es algo que en aquella época se llamaba “expropiación revolucionaria”. Pero bueno – dijo dirigiéndose a Nico -, ¿en qué congregación me dijiste que estabas?

– En los Sagrados Corazones.

– Aaah… – dijo Nicanor entrecerrando los ojos -. Cuando yo era niño, allá en Chillán, pasó un día por la calle un hombre, un profesor. Me llamó, oye niño, y cruzó la calle. Me preguntó si sabía dónde se podía alojar bien, bonito y barato. Yo le dije que sí, que sí sabía, y lo llevé a un alojamiento. El tipo estaba tan agradecido que me dio un papelito con una dirección. Si vas a Santiago, no dejes de visitarme, me dijo. Así que cuando me fui a Santiago a estudiar, solo, con una maleta destartalada de la abuela, el único dato que tenía era esa dirección. Y llegué. Y en el alféizar de la entrada me encontré con la figura del Sagrado Corazón de Jesús. ¿Te das cuenta? El tipo era cura. Claro, yo en alguna época estuve harto cerca de las sotanas.

– ¿Tú? – la confesión era cuando menos sorprendente.

– Sí, yo. Pero después pasó la vieja.

– ¿Y tuviste algún amigo cura? – preguntó el Nico.

– Amigo-amigo no, pero me gustan harto los jesuitas.

Ahí el Nico quiso saber a quién conocía. Nos imaginábamos que se iba a tirar algún nombre más o menos conocido, más o menos actual.

– El abate Molina, Ignacio Molina – dijo.

Los demás jesuitas que nombró no los recuerdo, pero había una cosa clara: eran todos del siglo XVIII o XIX. Y claro, podía uno confundirse y pensar que eran de los tiempos de Parra. Mal que mal, el antipoeta tenía noventa y seis. Pero no: simplemente los admiraba por no sé qué razón.

El tema iba cambiando su rumbo sin que nos diéramos cuenta. De pronto le pregunté yo, a pito del tema eclesial, por el Cristo del Elqui.

– Ah, el Cristo del Elqui. ¿El mío o el de Rivera Letelier?

– No, el tuyo, “La vuelta del Cristo del Elqui”.

Y sin darnos tiempo para prepararnos, don Nica se puso a recitar lo que, a su juicio, era lo mejor del Cristo del Elqui.

– ¡Y ahora con ustedes / Nuestro Señor Jesucristo en persona / que después de 1977 años de religioso silencio / ha accedido gentilmente / a concurrir a nuestro programa gigante de Semana Santa / para hacer las delicias de grandes y chicos con sus ocurrencias sabias y oportunas / Nuestro Señor Jesucristo no necesita presentación / es conocido en el mundo entero / baste recordar su gloriosa muerte en la cruz / seguida de una resurrección no menos / espectacular: / un aplauso para Nuestro Señor Jesucristo!

Nosotros nos reímos a carcajadas. Qué viejo sensacional. Nos había regalado, completamente gratis, una recitación de memoria del Cristo del Elqui.

Después se puso a contar cómo había sido lo de la exposición de los artefactos visuales en el edificio de la Telefónica, el año 2000. También a pito de Cristo.

– Los encargados de la Telefónica, fíjense, dijeron como un mes antes de la exposición que esto era una… cómo se dice… peor que simulación…

– ¿Mentira?

– ¡Farsa! Que los artefactos eran una vulgar farsa y que la Telefónica no podía prestarse para bla, bla, bla. Pero justo en esos días vino la encargada de la Telefónica de Madrid, ustedes saben que es una empresa internacional. La cosa es que entre mis cachureos había una frase que decía: “NO ME DIGAN QUE NO PORQUE ME ENOJO”. Y, vaya a saber uno, a esta mujer le fascinó la frase. ¡Pero la volvió loca! Y no sólo determinó que sí se hacía la exposición, sino que además decidió que se hacía también en Madrid, y aún más, que se hacía ¡primero en Madrid! – y se largó a reír don Nica -. Y bueno, en Madrid la encargada de la exposición me llamó un día antes de la inauguración para que fuéramos a revisar que todo estuviera bien. Y cuando llegamos, me llevó directo a un artefacto que mostraba a un tipo apuntando a Cristo y diciendo: “ESTE HUEVÓN SI QUE DEJÓ LA CAGADA”. Y me dijo: Nicanor, mañana nos van a echar a todos por esto. Y ustedes saben que España es un país muy cristiano.

– De una iglesia bastante conservadora, además – apuntó el Nico.

– Exacto. Entonces yo le dije que a mí no me interesaba hacerme el original y que si quería sacar el artefacto, que lo sacara no más. La cosa es que al día siguiente llegué a la inauguración y adivinen qué.

– Lo había sacado.

– ¡No! ¡No lo sacó! Y eso que yo la había autorizado. Y menos mal, porque ése era el batatazo más fuerte de la exposición. Lo que pasa es que la gente se ofende, pero no entiende que en el fondo decir que Cristo dejó “la cagada” es una frase de admiración y no de burla. Dejar la cagada puede ser algo bueno.

– Y después estuvo la exposición de La Moneda, donde colgaste a los presidentes – dijo el Nico.

– Ah, claro. Los colgué a todos – y se echó a reír -. La Bachelet me preguntó si la iba a colgar a ella también, pero no, porque eran sólo los presidentes que ya hubieran terminado su período. Al final, a todos los cuelgan, ¿no? Fíjense en Lagos, que terminó con la tremenda popularidad y ya está colgado. A la Bachelet, sin ir más lejos, ya la están colgando. El problema de todo, al final, es que la política es pura farándula. No, que todo es pura farándula. Yo me pregunto: después de la farándula, ¿qué?

– A mí me gustó la cama con gorros – le dije yo.

– Ah, sí. Los gorros que le pusieron al autor. Esa es una cosa que uno nunca puede saber. Misterio. ¿Cuántos gorros me pusieron? Misterioooo… Por eso hay que morir pollo.

– Oye, Nicanor – le pregunté, ya más en confianza -. ¿Por qué te viniste a Las Cruces?

Nicanor me miró y luego abrió el ventanal que daba al balcón.

– Vengan, vamos al balcón – nos dijo.

Cuando estuvimos los tres afuera, don Nica apuntó hacia el mar y dijo:

– Por esto. No hay otra razón. Por esto me vine a Las Cruces.

Y claro. El paisaje era espectacular.

– Si ustedes, jóvenes, son capaces de volver a sus vidas santiaguinas después de ver esto, pues los admiro. Yo no pude. Aquí me ven. Veinte años llevo aquí en Las Cruces.

Después habló de Isla Negra y ahí, claro, salió el tema de Neruda.

– Ah, Pablito. Gran amigo. Gracioso como él solo. Cuando él leyó mis primeros antipoemas me dijo: oye, Parra (siempre nos tratábamos por el apellido), tú no eres poeta. Dime cómo cresta lo hiciste para hacer antipoemas.

– ¿Le habían gustado?

– ¡Pero claro! Le habían fascinado. Además, la técnica de Neruda siempre fue la misma: descubrir la novedad, pero la novedad en ciernes. Así se iba robando a los nuevos talentos. Se los comía.

– Pero bueno – metí la cuchara -, en las “Odas Elementales” se nota harto tu influencia sobre Neruda.

– Sin duda – Parra no se achica, me gusta ese tipo de gente -. Algún crítico ha dicho que cuando quiso plagiarme ya era demasiado tarde. Por eso le alcanzaron a llamar “Hijo de Parra”. ¡Imagínate! ¡Al que después fue premio Nobel!

Hubiera sido un buen momento para hablar del Nobel, pero ni Nico ni yo tomamos la iniciativa. Igual había que cuidar su poco las palabras con don Nica: en cualquier momento nos podía echar y era lo último que queríamos. Así que no le preguntamos nada.

Ahí, en el balcón, había una curiosa construcción de fierro. Era una estructura que sostenía una especie de plato grande, pero convexo. No se podía cocinar ahí, claro. El Nico le preguntó qué era.

– Ah, espérenme – dijo Parra, y se entró a la casa.

Ahí aprovechamos con el Nico para soltar las emociones.

– La cagó la cueva que tuvimos.

– La cagó.

– La cagó el viejo.

– La cagó.

– Si nos echa ahora, yo ya estoy pagado – dijo el Nico.

– Yo me esperaba, como máximo, que nos conversara cinco minutos. Debemos llevar ya su hora y tanto…

– La cagó la cuevita.

– No, la cagó.

Y en eso volvió don Nica con una hallulla y se puso a cortar pedacitos y a tirarlos encima del plato. Todo mientras seguía métele conversando.

– Oye, Nicanor, ¿te puedo hacer una pregunta? – le dije.

– Ya la hiciste – respondió aludiendo a Borges, y nos reímos harto. Después se la tiré:

– ¿Es verdad que cuando volviste de la Casa Blanca, por lo del tecito con la primera Dama, te pusiste en la Chile con un cartel que decía “Doy explicaciones”?

Parra sonrió.

– La pura verdad.

– ¿Y alguien escuchó las explicaciones?

– Sí pues, mucha gente. En realidad, ahora de viejo me doy cuenta de que pequé de ingenuo. De i-no-cen-cia. Por ese entonces nosotros creíamos que las invitaciones de los gringos eran bien intencionadas. Pero no. Nones – y movió el índice de izquierda a derecha -. Yo nunca más acepté invitaciones de los gringos. Menos de los cubanos. Esos son diablos. Si vas a Cuba te anotan en una lista como “ADHERENTE A LA REVOLUCION”. Te cagan al tiro. No, no, no, no, no: nunca más.

– ¿Pero qué pasó en Estados Unidos?

– Nada. Nos llevaron a la Casa Blanca, en tiempos de la Upé, claro, y de repente apareció misiá Nixon invitando a tomar un tecito. Había varios escritores socialistas entre nosotros. Yo no me atreví a ser el único que decía que no. A la vuelta, me condenaron todos. La cagué no más. Qué se le va a hacer. Pero es buena esa frase, ¿ah? “Doy explicaciones”. Debe ser lo mejor que tengo.

Ahí yo me emocioné: estaba listo el pie para insistir con mi cuento.

– Oye, Nicanor – le dije -, justamente, el cuento del que te hablaba se titula “Doy explicaciones”. Es que trata de esa historia tuya con la Primera Dama y de otras cosas más sobre ti.

Ahí, recién ahí, se interesó el viejo por mi cuento.

– ¿Ah, sí? ¿Y qué otra historia sale?

– Lo del “Poema censurado” – le dije -. ¿Eso es verdad?

– Ah, claro. Imagínate, año ochenta y tanto, y cuando me llamaron a recitar yo me puse un pañuelo tapándome la boca y no dije ni una sola palabra. Y después: ¡bravoooooo!

– Más aplaudido que si hubieras leído algo – dijo el Nico.

– Claro. Pero volviendo a lo de las explicaciones, fíjate que yo estaba sentado en la facultad y de repente llegó Skármeta, que estudiaba la pedagogía ahí. Yo era profesor y él alumno, pero sabes qué me dijo, me dijo “te voy a sacar la cresta, huevón”, todo por lo del famoso tecito.

– ¡No!

– Así como les digo. Y yo no me achiqué, así que me empecé a sacar la chaqueta.

– ¡Y se fueron a los combos!

– Casi, porque cuando los demás alumnos vieron que Antonio y yo nos íbamos a pelear, lo agarraron al pobre hasta inmovilizarlo y en eso quedó la cosa. Pero después Antonio se convirtió en uno de mis lectores predilectos. Me dedicó uno de sus libros a mí y a Erasmo de Rotterdam y a alguien más. No me acuerdo.

– Rara la mezcla.

– Claro – dijo Parra, y en eso terminó de picar pedacitos de pan -. Miren, si nos entramos capacito que aparezcan clientes.

Y entonces volvimos al living y nos sentamos. De inmediato empezaron a llegar pajaritos a comerse las migas que había esparcido Parra por el plato de fierro.

– Las enseñanzas de Francisco de Asís – comentó don Nica -. ¿Se ubican con Francisco de Asís?

– Por supuesto – dijo el Nico -, un personaje súper inspirador.

– Grandioso – aceptó Parra. Y ahí me miró y me dijo: – Veamos el cuento, po’.

Qué más podía pedir yo en la vida. Le pasé temblando las hojas dobladas y Nicanor Parra – ¡Nicanor Parra! – empezó a leer mi cuento. De cuando en cuando soltaba una risa. Lo hojeó como rapidito, pero pareció interesarle.

– ¡Está interesantón! ¿Ah? Déjamelo aquí.

En eso nos pusimos a hablar de su poema “El hombre imaginario”, que también aparecía en mi cuento.

– A veces pienso – decía Parra – que al final, cuando dice “y vuelve a palpitar / el corazón del hombre imaginario”, debería decir “y vuelve a palpitar / el ataúd del hombre imaginario”. Quedaría harto bien. Pero si uno se pone mañoso, sería una redundancia, porque al decir “y vuelve a palpitar” ya se sabe que el hombre imaginario estaba muerto.

Yo nunca me había dado cuenta de que el hombre imaginario estaba muerto, pero dije algo así como claro, toda la razón. De chupamedias no más. Le conté que una vez me tocó recitar ese poema, pero que iba omitiendo cada vez que había que decir “imaginario”, para que lo coreara el público.

– Bueno – dijo Parra -, la gran gracia que tiene ese poema para mí es que lo escribí poco después de escuchar a una profesora que decía que no se podía repetir una palabra más de tres veces en un poema porque quedaba feo. Ahí tiene. Eso es antipoesía. Se puede hacer lo que uno quiera, y no sólo no queda mal: queda harto bueno.

Después se nos ocurrió preguntarle por el corazón con patas, el característico dibujo de Nicanor Parra.

– Ah, Inocencio Conchalí – dijo el viejo sonriendo -. Así se llamaba antes. Después se llamó “El fiel admirador”. De qué o quién, nadie lo sabe. Pero la gente al final comenzó a decirle “el corazón con patas”, y a mí me gusta harto ese nombre. Porque al final, eso somos, ¿no? Corazones con patas. Se decía antes que el humano es cerebro con patas. No, señor: corazón con patas. Eso somos. Nada más. Pero antes, al principio, Inocencio no era un corazón: era un hombrecito como los dibujos que hacen los niños. Con nariz y todo.

Y en eso, Parra agarró la hoja que tenía más cerca (la segunda página de mi cuento, para ser precisos) y empezó a dibujar al Inocencio original.

– Así era, ¿ven? Pero después dije: no, cabeza no, corazón sí. Y se convirtió en un corazón, con un ojo, con patas, con manos. Así fue la cosa.

Y mientras hablaba trazaba al Inocencio Conchalí actual, también encima de mi cuento. A mí ya no me dieron ganas de regalarle esa copia: me podía llevar mi cuento con la secuencia evolutiva del corazón con patas y acaso la vendía en oro algún día. Pero ya se la había regalado. Puta madre. Después Nicanor agarró su cuaderno y nos mostró un dibujo de Inocencio Conchalí en el cual decía abajo: “El personaje del bicentenario”.

– Un crítico re’ importante dijo que este es el personaje del bicentenario de Chile.

– ¿El corazón con patas? – preguntamos.

– No. Parra – dijo Nicanor -. ¿Quieren tecito?

– ¡Ya po’, gracias!

– El problema es que yo tengo dos esclavos, pero cuando llega gente de Santiago se esconden.

Y entonces salió al balcón y empezó a llamar a la señora que le ayudaba. Nada.

Parra volvió al living y comentó moviendo la cabeza:

– Es que saben que les va a tocar traer tecito, y eso significa trabajar. Entonces, claro, se esconden.

Finalmente apareció la señora y al rato – harto malhumorada –  trajo tres tazas de té. Le dimos las gracias, pero nos miró con un poco de odio. Después comentábamos con el Nico que claro, soportar a un viejo de noventa y seis todos los días puede ser muy agotador.

Estábamos tomándonos el tecito cuando sonó el teléfono.

– ¿Quieres contestar? – le preguntó al Nico.

Y qué le iba a decir el Nico. Se paró al tiro y fue a contestar. Yo aproveché que me quedé solo con Parra y que estábamos hablando de Inocencio para pedirle que me lo dibujara en la primera página del libro “Discursos de sobremesa”, que tenía en la mochila. Nicanor agarró el libro, pero antes de ponerse a dibujar me miró fijo y me dijo:

– Esto vale como quinientos mil dólares.

Y después me dibujó al fiel admirador. Sin dedicatoria, nada: sólo era el fiel admirador. Como si me hubiera dibujado a mí. En eso entró el Nico.

– Eh, Nicanor, te llama Úrsula.

– Úrsula cuánto.

– (Apellido alemán irreproducible).

–  No sé quién es. Pregúntale que de dónde llama y que qué quiere.

– Dice que te entrevistó hace poco y que te llama desde Madrid para saludarte.

Esa onda, pensé yo. Parra se puso al teléfono. La había reconocido. Escuché que hablaban de Bolaño y de Ignacio Echeverría. Después Parra pareció entusiasmarse con la llamada y se fue del living para conversar más tranquilo.

Con Nico nos miramos y nos dijimos que quizá ya llevábamos demasiado rato molestando y que tal vez deberíamos ir partiendo. Yo en principio me quería quedar hasta que nos echara, pero tampoco era cosa de abusar de la amabilidad del viejo. Aprovechando que no estaba, me puse a hojear su cuaderno. Creo que era el borrador de su nuevo libro: “Morir pollo. Urge no hacer nada” (o al revés). Escuché los pasos de vuelta de Nicanor y dejé todo tal cual. Nicanor se sentó y siguió hablando. Después de un rato el Nico le dijo que ya nos íbamos yendo.

– ¿Andan en auto? – preguntó Parra.

– No, a pata.

– Ah. Yo pensé que eran burgueses. Entonces se alejaron de la burguesía.

– Claro – dijo el Nico -, alejados de la burguesía ojalá para siempre, sin ganas de volver.

Claro, él podía decirlo con libertad, porque es religioso y vive en barrios más o menos populares. Yo me quedé callado porque, mal que mal, sigo viviendo en Las Condes. Pero como que afirmé con la cabeza.

– Buena cosa – dijo Parra, pero no parecía tener ganas de que nos fuéramos porque siguió hablando -. ¿Se ubican con Tolstoi?

– Claro.

– Bueno, Tolstoi era el hombre más rico de la Rusia zarista. Tenía castillos, tierras. Era prácticamente el dueño de Rusia. La cosa es que un buen día decidió que todo eso, que toda esa riqueza, era mentira. Men-ti-ra. Así no más. Y dijo que había que devolverle todo a los esclavos. ¡Y se deshizo jurídicamente de todo! Su señora y sus diez hijos se enojaron con él. Menos una hija, que lo apoyó. Y el tipo se fue de su casa y quiso recorrer Rusia. Se murió a los diez días de hipotermia mientras esperaba un tren.

– No…

– Así no más. Chupalla, ¿ah? ¿Y por qué le pasó eso? ¡Porque se creyó el cuento! Por eso digo yo: hay que morir pollo. Ese es mi veredicto final en esta vida: morir pollo.

Nos reímos. Simpático, Parra. Lúcido a reventar. Leí hace poco que un crítico tenía la teoría de que como Parra se convirtió en el Parra que todos conocemos a los cuarenta, es como si sólo hubiera vivido desde entonces. Como si tuviera cincuenta y tanto y no noventa y seis. Igual me hace sentido. Por eso está como tuna.

– Bueno, ahora sí que nos vamos, Nicanor – anunció por segunda vez el Nico.

– Listo no más. Gracias por la visita.

– No, gracias a ti – dijimos, y después pronunciamos todas esas cosas que se pueden decir en una situación como esa.

– Ah, pero esperen, déjenme sus nombre y sus teléfonos.

¡Parra quería nuestros teléfonos! Los anotamos con la mano media tembleque. Después nos reíamos imaginándonos alguna comida de la que nos parábamos porque nos estaba llamando Nicanor Parra.

Ya estábamos por salir cuando Nicanor tuvo un último gesto de grandeza hospitalaria.

– Espérense, los voy a despedir con música.

Y prendió una radio y puso música clásica. De tal modo que salimos de la casa de Las Cruces, de la casa de Nicanor Parra, con violines y trombones de fondo. El antipoeta nos dejó en la puerta y se despidió con abrazo y todo.

– ¿Y mi número lo tienen? – preguntó.

Ya no lo podíamos creer.

– No, no lo tenemos.

– Anoten entonces.

Nos dio el número y después Nico le preguntó si era posible venir a verlo otro día.

– Pero claro. A mí lo que me molesta es el “ecoturismo cultural”. Esos tipos que vienen en el verano y no tienen nada mejor que hacer y dicen “vamos a pecharle un poco de vino al viejo Parra mientras le conversamos de cualquier cosa”. Aunque claro, siempre hay gente que tiene buenas intenciones. Vengan cuando quieran. Pero llamen antes. ¿Y qué van a hacer ahora?

– Vamos a almorzar por ahí y después nos vamos a Santiago.

Todavía le quedaba una anécdota reflexiva más al viejo.

– Ah, ojo con las picadas. A mí no me gustan los restoranes, ¿saben por qué? Porque es reproducir la injusticia social: los esclavos le sirven a los burgueses. Es harto feo. Una vez estábamos con Neruda almorzando en El Quisco y yo le comenté que lo único que esperaba de las picadas era que no me dejaran en el policlínico.

Fue la última risotada. Después de eso nos abrazamos de nuevo, gracias por todo, gracias a ustedes, y nos fuimos. Y mientras caminábamos, bajando por la loma en silencio, el Nico soltó de pronto la conclusión inevitable.

– La cagó el viejo.

– No, la cagó.

Y acaso se nos pasó por la cabeza hacerle caso y morir pollo. Pero después de estar dos horas y media con Nicanor Parra, nadie puede morir pollo. Excepto él, claro. Don Nica sí que muere pollo. Porque le urge, le urge no hacer nada. No hacer nada y no creerse el cuento. No creerse el cuento y morir pollo. Aunque esperamos – el Nico, yo, Chile entero -, que don Nica no se muera nunca.

14 de Diciembre de 2010, Las Cruces, región de Valparaíso.

16 comentarios

  • Gran crónica Andrés. Nicanor es único

  • Gracias por el momento al antipoeta, y a ti por plasmarlo. Me divertí y lo disfrute, casi tajto como si hubiese sido yo quien hubiese llegado hasta ahí. Un abrazo, muy bueno 🙂

  • increíble! la verdad que experiencia mas envidiable y anécdota para toda la vida, difícil «morir pollo» en su situación, jejej «chupalla, la cuevita!» grande nicanor! (:

  • ¡Excelente! Se me escaparon varias carcajadas.

  • Exquisita fluidez narrativa, admirable olfato periodístico. Muy buena crónica loco, ojalá la difundan harto. Saludos.

  • Me parece un excelente artículo. Su manera de escribir es precisa para sentirse en cada momento que describe, es como estar allí. Lo mejor fue como se fueron dando las cosas, y que porsupuesto, es una historia real, lo cual lo hace aún más interesante. Excelente escritor, será grande algún dia!

    Magdalena Rodriguez
  • Divertido el cuento!

  • Sin duda esta crónica tiene algo que te hace desde el primer párrafo seguir leyendo y saciar esas ganas de saber que ocurrirá y es que pese a que se nos comenta desde un comienzo de que tratara y de quien se tratara esta crónica, se sabe utilizar muy bien la caracterización y un estilo periodístico notable sin dejar de lado en ningún momento la narratividad de esta cuento. Está muy bien trabajado ese carácter lúdico, mientras leía se me escaparon varias risotadas frente a la pantalla del computador. ¡Sigue así! Felicitaciones

  • Buenísimo relato… pero ¡Qué suerte!

  • Lo pase la raja!
    Vale!

  • ME IMAGINO PASO A PASO TAN SIMPATICA E HILARANTE CONVERSACION , EXCELENTE MOMENTO CON EL GRANDE AUN VIVO !

  • Andrés, genial tu crónica sobre Parra….Mucho éxito en todos tus proyectos.

  • Genial Andrés, muy buena narración …nada más inspirador para escribir que haber estado con el maestro de la antipoesía…y ahora a morir pollo.

  • La raja. Puta que me divertí.

  • Excelente Andrés, me sentí como parte de la conversación con el antipoeta. Un abrazo y a morir pollo.

  • Maravillosa crónica y reportaje bien ganado sobre Nicanor Parra.

    He visto muchas opiniones en diarios y tv a cuenta de los 100 años de Parra , pero nada se acerca a la frescura y fluidez de esta entrevista de Andrés y Nicolás al Anti Poeta.

    Creo que marca un camino y un destino de Andrés en la Literatura Chilena

    Enrique Montero Martínez

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