12 de noviembre 2016

NO LA ENTIENDO: POSTURAS PARA NO LEER POESÍA

La literatura es algo muy frágil.

Cecilia Pavón

  

La fórmula tal vez más socorrida a la hora de negarse a comprar, robarse o sólo abrir un libro de poemas es “no entiendo la poesía, no la entiendo.” Desde tal argumentación resignada, esos lectores van por la novela, el cuento o el ensayo porque justamente pueden, si no los entienden a la primera, aventurarse a “entenderlos” algún día. Pero el caso no es de tan fácil solución. Tampoco —para intentar despejar el camino y atajar de una vez la producción de engendros imponderables— entraremos en la anodina e interminable discusión acerca de si acaso el arte se debe entender o sentir. Hablamos aquí de producciones de lenguaje y no de otra cosa, aun cuando para decir esto debamos tragar saliva y otras sustancias.

La poesía no la entiendo. La prosa sí. Quizá, dejando parcialmente a un lado la discusión por la arbitraria pero inevitable separación por géneros —según la cual todos los caminos conducirían a Aristóteles, que no se ocupó de la lírica—, habría que indagar en aquel “no la entiendo” a fin de eludir la gran y petulante tentación de sostener que el respetable público lector, esa masa indeterminada, en definitiva es harto flojonazo de seso. Evidentemente (o tal vez no tan evidentemente) quienes buscan un libro sólo para el final del día, es decir, para leerlo como “descanso”, no buscarán un libro de poemas. Incluso podrán buscar uno de ensayo filosófico, o de aforismos, o de historia, pero no de poemas. (¿Esto quiere decir que con la prosa, con la “prosa del pensar”, como la llamaba Hegel, se descansa y con la poesía, por el contrario, uno se cansa?) Habría que preguntar sobre la postura de este lector cansado para obtener una respuesta insuficiente —como, por lo demás, son todas las buenas respuestas en estos casos—. El lector cansado, por muy descansado que se encuentre, se acostumbró a considerar y se diría que a devorar, en su lectura, la dosis informativa que supuestamente el texto alberga, los hechos, enredados o simples, que en él se pueden hallar y de los cuales, si quiere, luego conseguirá inferir alegorías acerca de la condición humana o la situación social. Vale decir: en detrimento de la ambigüedad, la rima, la ironía o el quiebre sintáctico, se acostumbró a privilegiar en los textos —y por tanto en el lenguaje— únicamente su función referencial.

La difusión de la información, que para Walter Benjamin constituía la amenaza más poderosa (más poderosa incluso que la novela, escrita y leída en soledad) contra la riqueza intersubjetiva de la narración oral, no podía sino acabar incidiendo en los modos de recepción y producción del poema, el cual en gran medida hizo suya, críticamente o no, antipoéticamente o no, la acumulación informativo-referencial. Al exigir una “pronta verificabilidad” y, por ende, reclamar la explicación, el texto informativo impone al lector, según Benjamin, “el contexto psicológico de lo ocurrido”, y a partir de ahí ya no es posible la “vibración” de lo inexplicado. Desde el punto de vista de la lectura de poesía, sin embargo, será en el mismo acto de incurrir en la narración (o narrativización) de un poema —cuando se dice, leyendo: en este poema ocurre tal cosa—, donde asimismo habrá una salida informativa o una voluntad teleológica de explicación. Hay una marcado paso diegético en ciertos poemas, desde luego; es más: un poema se puede leer como un cuento, tal vez, pero eso no basta, y sí sobra, para maniatar al lector y susurrarle acerca del libro de poemas: no pasa nada, son historias en verso, perfectamente contextualizadas, léelo: no te perderás.

Seguramente habría que disponer estos sondeos tentativos acerca de la negación de la poesía en el marco de la propia enseñanza moderna de la literatura, escolar y universitaria, abiertamente culpándola de todo —como Ezra Pound— o, más idealistas quizá, declararnos otra vez unos pobres de experiencia o, todavía más conformistas, repetir como monjes postestructuralistas que finalmente toda lectura es una mala lectura y cuál es el problema si no hay géneros, sólo Escritura, o, como Rodolfo Wilcock, inyectar con socarronería el factor etario (“¡Oh, juventud, todo es para ti motivo de imagen y alegoría!”). Pero, donde sea se alojen las causas empíricas para decirle no a la poesía, aun así, se mantiene entonces la cuestión de que en la lectura de un poema —la postura adoptada ante los versos— se trata absolutamente de otra cosa —otra pose, otra espera, otro silencio—. Si en ella el lector todavía encuentra el registro de hechos y de él emanan explicaciones y contextos, éstos sin embargo aún no la dominan —pues el poema, se supone, justamente mantiene una lucha contra ellos—, dejando finalmente en el lector la idea de que él tampoco ha dominado nada en su lectura del poema (y por eso, en muchas ocasiones uno de los reclamos dirigidos a poemas de todo tipo y calidad es “se me escapa” o “no me dejó nada”).

De este modo, quizá se logre escuchar en aquel murmullo del “no la entiendo” no ya una autoacusación de incompetencia intelectual ni una crítica dirigida a la insuficiencia comunicativa del poema mismo, sino más bien un verdadero desconcierto ante la peregrina existencia de esa palabra como excedente puro: “¿qué hace esto aquí?, ¿por qué esta cosa no refiere a nada en particular (aun refiriendo)? Pues bien: no la entiendo.” Lo que de esta forma se pone en cuestión de la poesía, aquello que se le enrostra con indiferencia, en el papel, no es tanto su inutilidad como su mismo derecho a la existencia, su disruptiva pretensión por ocupar un espacio, por reclamar una estadía lejana a cualquier sustrato epistemológico, y pensando de esa manera, para variar, esto no hace sino constatar el hecho de que la poesía, con lectores o sin ellos, siempre ha estado y estará en crisis, o lisa y llanamente es la crisis misma del lenguaje, para ponernos graves.

Es por lo demás paradójico: fueron los mismos formalistas rusos, tan preocupados por desentrañar lo específicamente literario, quienes sospecharon en la poesía aquello que peligrosamente puede acabar por derramarse sobre el lenguaje: la certidumbre de su tenaz fragilidad.

 

(Guayaquil, 1977). Escribió el libro de crónicas Perdido, los poemarios Peatonal, Yo ya y los fragmentos de El piano de Waldstein, además de la nonononovela En pana. Coedita le revista cartonera PUF! en la colonia Obrera de la Ciudad de México.

1 comentario

  • Precioso artículo. La poesía es la naturaleza en nuestra mente. Al igual que ella, nace espontánea, sin motivo conocido, pero existe y es esa su única verdad.

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