28 de enero 2017

Reseña: Toponimias de Huenún

Durante el año 2016 buena parte de la poesía chilena se dio una vuelta por México; en la superficie de megaferias y festivales, por ejemplo, se homenajeó al ausente Gonzalo Rojas y se aplaudió al presente Raúl Zurita; en el mismo pelotón, se distinguieron también poetas importantes como Elvira Hernández y Carlos Cociña, de quienes además se reeditaron y presentaron los libros El orden de los días y Aguas servidas. Con eso posiblemente bastaría, pero incluso un poco antes, en una azotea con fondo de deshuesadero de autos de la colonia Peralvillo, convocados por Daniel Rojas Pachas habían leído sus poemas Gladys González, Juan Carreño, Juan Malebrán, Juan José Podestá y Manuel Illanes, este último, por cierto, antologado en Residencia temporal: seis poetas chilenos en México, libro de prólogo y tiraje difusos que asomó el lomo por ahí por julio gracias al también poeta y editor chileno Rodrigo Landaeta, y que lo volvió a esconder (gracias a la bancarrota editorial) hasta nuevo aviso o hasta la siguiente feria de saldos. Hubo bastantes otros representantes (narradores, editores, críticos, gestores) de la literatura chilena, pero las huestes dedicadas a la poesía, como se ve, anduvieron tanto en la palestra como por otros territorios menos alumbrados.

El anterior mañoso informe valga como preámbulo para agregar uno acerca de otro recién llegado a México: La calle Maldestam y otros territorios apócrifos, del poeta Jaime Luis Huenún, publicado por el Fondo de Cultura Económica con prólogo de Grínor Rojo y con Carlos Decap al cuidado de la edición. Tres poemarios se reúnen aquí: a los ya publicados Puerto Trakl (Lom, 2001) y Fanon city meu (Das Kapital, 2014), se les une el hasta ahora inédito La calle Maldestam.

Primero, una acotación acerca del tiraje y el precio: como el libro está impreso en Chile, el costo sobrepasa con creces cualquiera de los de la colección Tierra Firme impresos y distribuidos en México, mientras que el tiraje de 1500 ejemplares hace pensar cosas feas con respecto al ya de por sí zarandeado FCE. Listo.

Esta reunión de libros, como ya los títulos lo imponen, cada uno en su particularidad, mantiene una continuidad (Grínor Rojo habla de “una trayectoria coherente”) ligada a la consideración del poema como un territorio que es, o puede ser, a su vez, varios hombres: más allá de la referencia a las vidas truncas y a un tiempo ejemplares de Georg Trakl, Franz Fanon y Osip Maldestam, la contraseña del homenaje permite hablar desde diversos terrenos y modulaciones que se atraviesan pero a los que también se llega y se habita: la calle, el hotel, el puerto, el bar, la ciudad. Espacios se diría poéticos por excelencia, escenografías revisitadas cuántas veces ya, pero donde nadie, ninguna voz, puede asegurarnos ni la pervivencia del poema ni, aún más, la permanencia efectiva del lugar.

Tal vez debido a dicha condición precaria es que las voces tienen-lugar, ocurren y se insertan en el marco de una historicidad y atienden a una historiografía amplia, ominosamente latinoamericana (que por tanto excede el ámbito específico de los tres homenajeados), a la que Huenún alude para corroborar y desmontar a la vez, como si la realización de las “viejas utopías”, que es la posibilidad de decirlas, de tomar por asalto la palabra dura de la Historia, sólo habitara en breves trechos o en lugares de paso apócrifos y apátridas, tales como el “Hotel Liberación” o el “Hotel Melancolía” (muy cercanos —pero en calles distintas— a las del “Hotel Nube” de Jorge Teillier).

“Nadie aquí tiene patria ahora”, se dice en Puerto Trakl, y “La soledad nos ha curado para siempre / de todo temor / y de cualquier destino”. Los personajes de Juan Emar, de quienes también emergían lugares (Martín Quilpué, Desiderio Longotoma, Estanislao Buin), tenían mucho de aquel “corazón apátrida” que late en los poemas de Huenún, aquellas toponimias que, lejos de establecerse en el mapa instituido (“la frontera del puerto está en tus ojos”), huyen como sombras a la deriva pero con la tierra a cuestas, cargando un mapa físico quizá, proyectado, eso sí, desde una palabra sólida, fuerte (“robusta”, la llama don Grínor), y en ocasiones lapidaria.

“Vivir en Ciudad Fanon no era más / que vaciarnos de sudor y de memoria”: aquí, en la urbe de los Condenados de la tierra, aparecen chasquis bebiendo cachaza “de favelas sitiadas por la DEA”, espacios incendiarios como el Bar Alabama, la superposición de las infamias y los tiempos históricos en escenas donde la cabeza de Atahualpa es sustraída “al clan de Montesinos / que mercaba en la frontera / las reliquias del imperio”; donde César Vallejo es liberado gracias a “las granadas que nos diera / el tozudo comandante Abimael”; donde el poeta sandinista Leonel Rugama representa a un oscuro botones “del añoso Hotel Renacimiento”; o donde Moctezuma es un “empleado diligente” del Señor de los Cielos; en fin: imágenes de la ruina documentadas por una tonalidad más corrosiva y patibularia, imprecatoria y carnavalesca —acaso con cierta resonancia en La Tirana de Diego Maquieira y en Memorias del inframundo de Manuel Illanes—, se diría que a la vuelta de todo, descreída e incómoda, incluso notificada ya del quehacer de los poetas en la época de su reproductibilidad auspiciada (acorde a “la retrogradación de los obreros al estadio de un subproletariado andrajoso y ruin”, como señala don Grínor), cuando la obra y, por tanto, la palabra misma se convierte con astucia en esa “bolsa de limosnero” de la que antaño hablaba Lichtenberg:

No le pidan más dinero a la poesía,
no más viajes ni subsidios, no más luces;
ya la pobre se ha quedado en bancarrota,
ni una papa encontrarán en su alacena.
Déjenla que se vaya por el mundo,
toda coja, toda enclenque, toda seca,
vieja, sola y afirmada en su bastón.
Se acabó la bonanza, proxenetas,
oh, malditos desleales, azulosos
y barbudos palabreros del montón.

¿Se encuentra en la misma ciudad de esos barbudos La calle Maldestam? (Dato —o lapsus— curioso: en la foto de solapa del libro, el barbudo poeta Huenún viste de azul). En todo caso, estamos en “La patria del exilio”, la misma tierra sobre la que ahora se entrevé, con otros ojos y los mismos, esa última imagen de Osip Maldestam que Ricardo Piglia ha recordado significativamente en el capítulo sobre el Che Guevara de El último lector: “frente a una fogata, en Siberia, en medio de la desolación, rodeado de un grupo de prisioneros a los que les habla de Virgilio”. Y don Grínor, también: “Es la figura del poeta moderno como un exiliado incurable”; a lo que Huenún advierte: “Nos quedan sin embargo muchos, largos años / de tranquila miseria, de viajes sin retorno / a una cueva vacía sin fogatas ni sombras”. El exilio como condición móvil —y necesaria, como se ha dicho varias veces— del poeta en tanto figura primero subversiva y luego sospechosa, desertora, susceptible siempre de desterrar de cualquier Revolución, de cualquier República o Caverna, en La calle Maldestam se reafirma con potencia, en los poemas más breves y más largos del libro, como si la escritura no reclamara sino fidelidad a esa certeza del exilio, a esa extranjería locuaz, como si no quedara más opción que volver a encallar en ese puerto del cual nunca se salió (pese a lo que sugieran algunas molestas fotografías): puerto, calle o ciudad imaginarios donde, parafraseando a Huenún, la poesía se aísla y el poeta se conserva.

Los tres poemarios, en suma, al apelar al territorio apócrifo y apátrida, deambulan en torno a esa tierra inexistente pero evocada, toponimias sin nación ni origen (ni honor), sobre las que, como sea, “Matamos el hambre, el frío y el tiempo”. Por esto, la presente reunión, en uno solo, de tres momentos importantes en la poesía de Jaime Luis Huenún, intensifican, dicho con albur, el ya aludido envión de la poesía venida desde el país presuntamente real de Chile, aunque don Grínor Rojo, tal vez demasiado inserto en la chimuchina criolla del pesimismo cultural (es la ventaja de la extranjería, ya se dijo: poder “aíslar la poesía”), no quiera o no pueda levantar “otra semejante en el fláccido Parnaso chileno de hoy”.

 

Colonia Obrera, 31 de diciembre 2016.

 

Foto: Nicolás Slachevsky

(Guayaquil, 1977). Escribió el libro de crónicas Perdido, los poemarios Peatonal, Yo ya y los fragmentos de El piano de Waldstein, además de la nonononovela En pana. Coedita le revista cartonera PUF! en la colonia Obrera de la Ciudad de México.

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